Mientras el crimen en Minneapolis despierta la indignación mundial, referentes de comunidades afro, indígenas y migrantes advierten sobre el racismo cotidiano e institucional en el país.
El asesinato de George Floyd en manos de un grupo de efectivos policiales de los Estados Unidos desencadenó cientos de manifestaciones en el mundo en reclamo por el racismo y el accionar brutal de la policía. Los carteles con la inscripción “Black Lives Matters” y la frase “I can’t breathe”, la última que pronunció Floyd, se multiplicaron en el universo global de las redes sociales. La Argentina no quedó fuera de los repudios. Pero aquí, también, referentes de las comunidades afro, los pueblos indígenas y los migrantes advierten que el racismo no solo es una cuestión de los Estados Unidos. Hay un “racismo estructural” en el país que está naturalizado y que justifica la violencia en forma cotidiana, señalan. La persecución policial a los senegaleses en la ciudad de Buenos Aires es una de sus expresiones más cercanas y visibles. El crimen del joven mapuche Rafael Nahuel es otro ejemplo extremo. El reciente episodio de brutalidad policial en el Chaco o la muerte de Luis Espinoza en Tucumán son otros ejemplos. Además de la indignación hacia afuera, esas comunidades y colectivos llaman a reflexionar “hacia adentro” y pensar cómo transformar el racismo que opera en la sociedad argentina.
Según la última investigación que realizó el tema el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Inadi), el 60% de las personas encuestadas opinó que en el país existe discriminación contra las personas afrodescendientes y contra los pueblos indígenas. Sin embargo, de las personas que manifestaron haber experimentado alguna situación de discriminación, solo el 35% afirmó que se trató de un hecho racista. “Desde la burla y la invisibilización, hasta la represión policial, el racismo adopta distintas formas en la Argentina, donde lo bárbaro y lo marginal siempre es lo negro y lo indígena”, señaló en diálogo con PáginaI12 Carlos Nazareno Alvarez, director nacional de Pluralismo e Interculturalidad de la Secretaría de Derechos Humanos y referente de la Agrupación Xangó.
Anny Ocoró Loango, investigadora en Ciencias Sociales de la Facultad Latinoaméricana de Ciencias Sociales (Flacso), afirma en el libro “Afrodescendencias y contrahegemonías”, que “el racismo no reconoce la igualdad de un otro, lo subalterniza y subalterniza sus conocimientos, sus tradiciones y su cultura”. Las caras pintadas con corcho quemado en los actos patrios de las escuelas, los términos cómo “quilombo” o “mambo” utilizados de forma peyorativa, son algunos de los racismos simbólicos, cotidianos. “Pero también existen las acciones más explícitas, como la violencia que sufren los compañeros senegaleses cuando la Policía los detiene y les quita sin razón la mercadería, y la forma en que la sociedad avala estos hechos”, explicó Alvarez. Una imagen de 2019 muestra cómo dos policías empujan contra el suelo a un hombre senegalés mientras una mancha de sangre se expande a su alrededor. Otra, un video registra cómo dos efectivos de la Policía de la Ciudad le quitan violentamente la mercadería a un vendedor afrodescendiente de la vía pública. ¿Por qué estas imágenes no generan la misma indignación que el video del policía estadounidense dejando sin aire a George Floyd?
“El racismo que sufrimos es estructural, un racismo que está enquistado dentro de todas las instituciones”, afirma Sandra Chagas, integrante del Movimiento Afrocultural, activista lésbica y parte del Grupo Matambas, de mujeres negras y afrodescendientes. En 2014, la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) estableció el “decenio para los afrodescendientes”, que se prolonga hasta 2024. Pero a pesar de los nombramientos, la violencia sigue reproduciéndose en todo el continente. “Debería ser una época de reconocimiento de nuestros derechos humanos, sin embargo las cárceles están habitadas en su mayoría por personas indígenas o afrodescendientes”, señaló Chagas, a partir de su experiencia al trabajar en distintos penales con personas trans. “La política de criminalización de nuestra existencia es una de las formas de racismo que sufrimos”, agrega Moira Millán, escritora y referente mapuche.
La represión de las fuerzas de seguridad hacia los pueblos indígenas y la venta de terrenos donde viven familias o comunidades enteras no son historias de fines del siglo XIX sino parte de la cotidianidad de los pueblos en todo el país. “El racismo es la expresión simbólica del genocidio, lo que habilita que la violencia se siga permitiendo”, afirma Diana Lenton, antropóloga, docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA) e investigadora en Conicet, y agrega que “lo que hay que cambiar para combatir el racismo es lo que tenemos en nuestro pensamiento”. El entramado simbólico del racismo no es asunto menor: según señala Yuderkys Espinosa, investigadora y filósofa afrodominicana, en su artículo “El feminismo descolonial como epistemología contra-hegemónica”, la forma de desandar el racismo establecido con la colonización de todo el territorio americano es “producir y visibilizar de forma amplia nuestra propia interpretación del mundo, como tarea prioritaria para los procesos de descolonización”.
“El problema es que los mismos vecinos que hoy aplauden la rebelión en Estados Unidos, ayer felicitaban al gobierno porteño por liberar las veredas del Once”, señala Lenton, en referencia al desalojo de los trabajadores –en su mayoría migrantes latinoamericanes y africanes– de la vía pública de la Ciudad de Buenos Aires, y explicó “hay un racismo mucho más profundo de lo que se cree, que se manifiesta en distintos niveles, desde la violencia física hasta las barreras para acceder a la salud, a la educación, y la forma de invisibilizar a ciertos grupos sociales en los discursos públicos”. Más concretamente, Álvarez sostiene que “somos pobres porque somos negros, porque el país se construyó a partir de esa base racista”.
Acá tampoco se puede respirar
El caso de George Floyd no fue muy distinto al de José Delfín Acosta Martínez, detenido por la Policía en 1996 y muerto bajo custodia policial, ni al de Massar Ba, uno de los principales referentes de la comunidad senegalesa, históricamente perseguida por la Policía de la Ciudad de Buenos Aires, que fue asesinado en 2016 a metros de su casa en San Telmo. En marzo de este año, el caso de Acosta Martínez llegó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) durante las audiencias que se llevaron a cabo en Costa Rica, y el Estado argentino admitió la culpabilidad. En julio o agosto se espera una sentencia sobre el caso. “Es importante que el Estado reconozca los casos de violencia institucional”, señala Carlos Álvarez, y explica: “No solo para reflexionar en nuestras prácticas racistas sino para que efectivamente se pueda modificar la situación, la negación de la presencia negra en el país”.
Para Massar Ba, quien luchaba por los derechos de los y las migrantes africanos en la Ciudad de Buenos Aires, todavía no hay justicia. Mientras tanto, cientos de trabajadores de la vía pública en el barrio de Once y en Floresta se enfrentan a las represalias de la Policía de la Ciudad. “Los mismos agentes estatales saben en qué casos pueden actuar violentamente sin recibir represalias, porque el mismo Estado toleró abusos contra ciertas poblaciones que no tolera en otras”, explica la antropóloga Diana Lenton.
Recién en 2010 el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec) incluyó en el censo nacional la pregunta: “¿Usted o alguna persona de este hogar es afrodescendiente o tiene antepasados de origen afrodescendiente o africano (padre, madre, abuelos/as, bisabuelos)?”. Como afirma Ocoró Loango, la Nación “encaminada hacia el progreso y el desarrollo, surgía enfatizando la temprana desaparición de la población negra (sumado al aniquilamiento de indígenas) para sellar los cimientos de la hegemónica blanquedad argentina”.
“La negritud se penaliza también en los barrios, en las villas, donde de vive una doble discriminación, por ser pobre y por ser afrodescendiente”, señala Álvarez, y remarca que “se trata de un racismo estructural que se gestó en la esclavitud y luego en el colonialismo, siempre la población negra encargada de los peores trabajos”. Para que realmente las vidas negras importen, afirma Álvarez, “tenemos que salir de los lugares comunes, el culturalismo, la migración, la criminalización, para hablar de economía, de derecho, de política. Si nuestras voces no suenan donde se construye el poder, no estamos combatiendo el racismo”.
Las vidas indígenas importan
A una semana del asesinado de Floyd en Estados Unidos, un grupo de policías de la provincia de Chaco entró ilegalmente en la casa de la familia qom Saravia-Fernández y secuestró, torturó y cometió abusos. A fines de abril, en la localidad de Bariloche, allí donde en 2017 la Policía asesinó brutalmente a Rafael Nahuel, una patota agredió a integrantes de la comunidad mapuche Buenuleo, que ocupa un terreno históricamente perteneciente a la familia, junto al Cerro Ventana. La comunidad venía realizando denuncias desde septiembre del 2019 por las situaciones de violencia y las amenazas que recibían por parte de quienes se adjudican la propiedad. En el norte, este verano murieron por desnutrición y deshidratación más de 10 chicos y chicas de la comunidad wichí en Salta, otro de los casos en donde tuvo que intervenir la CIDH. Como la provincia no cuenta con datos, los chicos y chicas pueden ser 13 o 20, no hay un número exacto. “Estos crímenes de odio se alimentan de la impunidad del Estado”, advierte Moira Millán y explica que las instituciones estatales “necesitan la reproducción del racismo en el imaginario social para justificar su genocidio”.
En su barbijo, Millán lleva inscripto: “las vidas indígenas importan”. Para hablar por teléfono o mandar un mensaje, ella tiene que caminar hasta el pueblo más cercano, porque en la comunidad Pillán Mahuiza, en Chubut, no hay señal ni Internet. “Mi propia situación de incomunicación es un ejemplo de negacionismo y silenciamiento. Hace años que pedimos que nos habiliten los servicios de comunicación pero hay una intencionalidad de que nuestras voces no lleguen”, señala Millán, escritora y referente del pueblo mapuche.
“¿Por qué no se indignó el mundo ante el asesinato de Rafael Nahuel?”, se pregunta Millán, y advierte que “cuando se mata, se persigue, se tortura y se detiene de manera arbitraria a los y las indígenas, la sociedad argentina es indolente porque ha asumido que hay una vida que vale menos y es la nuestra”. En ese sentido, la investigadora Diana Lenton afirma que “hay estructuras muy densas que hacen que las poblaciones indígenas siempre estén en el banquillo de acusados”. Lenton participó del juicio contra la comunidad mapuche Lof Campo Maripe, en Neuquén, a quienes se acusó en 2014 de usurpar el terreno donde viven. El año pasado, la Justicia provincial reconoció el derecho mapuche sobre las tierras. “A pesar de los pocos recursos con los que suelen contar las comunidades en este tipo de juicios, lo que veo es que se intenta dar la lucha política, decir ‘estamos acá porque es nuestro derecho ancestral’ pero los jueces, aunque se falle a favor, no dan lugar a estos argumentos”, explica Lenton y afirma: “Es parte del éxito del pensamiento hegemónico: los grandes poseedores de poder condensan el racismo, el machismo y el capitalismo y es ahí donde no hay quiebres”.
“Yo escribí una novela y me cuesta un montón que llegue a las librerías, tengo hermanes que quieren hacer cine y no pueden porque estamos siempre en la marginalidad, y la marginalidad es un diseño de modelo de país”, afirma Millán, a quien la Justicia procesó por encabezar un reclamo en 2017, cuando Santiago Maldonado aún estaba desaparecido. “Somos un factor de conflicto emergente frente a las corporaciones y sus intereses, sin embargo, cuando se trata del despojo territorial, el empobrecimiento y el terricidio contra nuestros pueblos, somos algo que hay que quitarse de encima”, señala la weychafe –guerrera– mapuche, y afirma que “al negar nuestra existencia, se niegan nuestros derechos y nuestra manera de habitar el mundo, que es antagónica a la que impone el sistema capitalista”.
La discriminación porteña
¿Quiénes construyeron esta ciudad a costa de trabajo esclavo, violaciones y maltratos? Nosotros, les afrodescendientes”, afirma Sandra Chagas, del Movimiento Afrocultural. En las observaciones que el Comité para la eliminación de la discriminación racial, órgano que depende de la ONU, le dedicó en 2016 al Estado argentino, se mostró “preocupado por la discriminación estructural de la cual continúan siendo víctimas los pueblos indígenas y los afrodescendientes, así como la invisibilidad a la que se enfrentan estos últimos respecto a sus derechos”. Al año siguiente, el Gobierno de la Ciudad clausuraba el espacio donde se reunía el Movimiento Afrocultural, en San Telmo. “No veo racismo más explícito que el hecho de que las mismas personas que levantan el cartel de la interculturalidad nos dejen sin nuestro lugar de expresión y trabajo”, advierte Chagas.
El espacio donde el Movimiento Afrocultural desarrollaba sus actividades había sido otorgado por el mismo gobierno porteño, en el marco del Programa Afrocultural, luego del amparo que en 2009 la agrupación presentó contra las autoridades de la Ciudad, quienes habían ordenado el desalojo del lugar donde históricamente había funcionado el espacio cultural. En 2017, el mismo Gobierno de la Ciudad clausuró el nuevo espacio, y desde entonces la agrupación no tuvo una respuesta. “Siempre tenemos que ajustarno a esa idea de los demás sobre cómo deberían ser las cosas”, señala Chagas, y agrega que “no alcanza con que dos o tres nombres sean visibles, necesitamos un cambio en serio, que dejemos de ser estudiados como fenómenos, que se hable del genocidio negro en las Universidades, y que si dicen fomentar la cultura afro, que nos dejen ejercerla a quienes somos en carne propia esa cultura”.
Uruguaya afrodescendiente, Chagas llegó a la Argentina a los 14 años. “El racismo es algo que heredamos desde antes de nacer”, señala. “Hay personas que están reconociendo su identidad con orgullo y eso es importantísimo, porque si sabés de dónde venís también sabés a dónde vas”, agrega Chagas y explica que, aunque el “negacionismo histórico” es irreparable, “el país está transitando un proceso lento y complejo, que requiere de una gran voluntad política, como lo estamos haciendo desde la educación y cultura en derechos humanos, valores y saberes”. La Ley 26.852, que establece el Día Nacional de los y las Afroargentinos/as es una herramienta para “devolver la identidad robada”, afirma Chagas y añade: “Me pregunto entonces si vamos a seguir mirando hacia Estados Unidos o vamos a mirar finalmente hacia adentro”.
FUENTE: «PÁGINA 12».