A 10 años de la muerte de Luis Alberto Spinetta. ¿Qué escribir sobre él que no se haya escrito? Ahí están los libros, muchísimos, y se puede empezar por ellos. Un intento, al menos. Envalentonados ellos por necesidades espirituales y buscadores virtuales, pero no solo: el primero lo publicó el mismo Luis junto a sus compañeros de Almendra, y algunos amigos historiadores e ilustradores, en un año tan temprano y previrtual como 1971. Los libros y sus buenas memorias, entonces. Miles y diversos.
Entre ellos, los que hablan de un disco puntual (Tigres en la lluvia, La Aventura de Invisible en el jardín de los presentes, Martín Graziano). Los que analizan letras de alguno de sus grupos (Almendra, Nadja). Los iconoclastas (Los libros de la buena memoria). Los que ensayan sobre su poesía (Iniciado del alba, Sandra Gasparini). Los que abordan el personaje superando la mera biografía (Una vida hermosa, Miguel Grinberg). Los que recortan la vida en un show, como El concierto del aire, trabajo de Miguel Dente y Lucas Fernández, sobre las Bandas Eternas. Los que ubican a Luis en el orden de lo mitológico (Spinetta, mito y mitología, Mara Favoretto). Los que lo miran a través de otros (Luisito, Jorge Kasparian). Los que lo biografían con él presente (Crónica e iluminaciones, Eduardo Berti). Los que insisten con el modo presencial, pero haciendo base en canciones temporalmente aleatorias, tal el caso del maravilloso y revelador Martropía, de Juan Carlos Diez. ¡Y hasta una biblia spinetteana hecha de tela!, también de Kasparian.
Y de acá una punta, al menos para completar una página más en el gran libro que lo cuenta. ¿Qué se extraña? Si el Flaco está en todos lados, sobre todo profundamente tallado en las almas de quienes amaron, aman y amarán su ser y su música. Pero se extrañan los conciertos. Algo de todos, de todas, se murió cuando cada quien cayó en la cuenta de que ya jamás –después del tremendo Bandas Eternas de Vélez- iba a verlo en vivo en un escenario, mostrando sus nuevas y sorprendentes piezas, trayendo alguna gema pasada, diciendo esos ocurrentes chistes, presentando inspirados músicos, músicas.
Después los recuerdos subjetivos, personalísimos. Hasta se extrañan los recuerdos. Por caso, el del día antes que se anoticiara su enfermedad. O el del mismísimo 8 de febrero –domingo, para colmo- cuando se fue. Nadie quisiera recordar qué estaba haciendo ese día, pero es imposible. Al recibir la noticia, la mirada de este cronista quedó congelada mil años en ese extraño techo que cubre la avenida principal de Capilla del Monte. En la nada, o sea. Y después, el trazo rutero que une el lugar con San Marcos Sierras escuchando Alma de Diamante, una y otra vez.
Leer al Flaco en artículos periodísticos (no son muchos si se mensura a partir de su vida artística) es otro buen ejercicio para matizar ese reflejo pertinaz del último día. Leerlo a él, imaginando su voz, y si se puede en aquellas notas que daba a medios no hegemónicos, bien del palo. Leerlo de a retazos, fragmentos. Seguir sus huellas surrealistas, divinas, metafísicas traducidas en aforismos. Leerlo aleatoriamente, imaginando escuchar su voz.
Apenas intentos, al cabo, para sostener la mirada en una persona que tuvo un propósito: hacer un poco más bella la vida de los otros. El mismo lo dijo: que la vida sea mejor.
FUENTE: PÁGINA 12.