A 11 AÑOS DE LA LEY DE MATRIMONO IGUALITARIO

“Queremos los mismos derechos, con el mismo nombre”. Esa consigna nos planteaban las organizaciones por los derechos LGBTIQ+ hace más de diez años. No es, sin embargo, una lucha que hayan comenzado al calor del debate parlamentario: al contario. Desde los años noventa, la agrupación Asociación Gays por los Derechos Civiles, liderada por Carlos Jáuregui venía impulsando un proyecto de matrimonio civil. Desoídos, estos grupos no tiraron la toalla y continuaron buscando alternativas, cuando no haciendo malabares, para que sus vínculos amorosos sean reconocidos por el Estado en los mismos términos que los heterosexuales, con todos sus derechos asociados (cobertura de salud, pensión, herencia, entre otros). Tomaron dos vías, subóptimas, ante la alternativa de no tener nada. Por un lado, la Comunidad Homosexual Argentina impulsó y logró aprobar en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires un proyecto de ley de unión civil (2002). Por el otro, la siempre inquieta María Rachid, integrante de la Federación Argentina LGBT y La Fulana, y hoy compañera mía en Identidad, fue con su entonces pareja al Registro Civil, pidió turno para casarse y, ante la negativa, presentó un recurso de amparo para que se dictara la inconstitucionalidad la ley que prohibía el matrimonio entre personas del mismo sexo. Ocho parejas más las siguieron, concretándose por la vía judicial lo que en el Congreso no avanzaba.

Este atraso legal no era solamente eso. En la vida cotidiana de miles de personas, implicaba esconder su orientación sexual a sus familias, en sus lugares de trabajo, en sus círculos amistosos, en sus espacios religiosos y en los ámbitos deportivos: morderse la lengua ante la insidiosa pregunta de “¿Para cuándo el novio?”, en el caso de las mujeres, y tolerar con una angustia silenciosa el desgraciadamente clásico “Puto”, como insulto, en los grupos de varones. La cantidad de vidas que tuvieron que ser vividas detrás de una fachada, o en la precaria realidad de la discriminación permanente, es imposible de contar. Lo que sí cuentan sus protagonistas es el auto-odio que sintieron, castigados por una sociedad heteronormativa, durante muchos años de armario. Una esfera tan preciada en la vida de cualquier persona, como ser el ejercicio libre del amor, estaba, en cierto modo, privatizada. La mentira, en algunos casos, la marginación, en otros, la vergüenza, en todos. Por eso es que el Orgullo, con mayúscula, fue su respuesta política.

FUENTE: «INFOBAE».