EINSTEIN Y SU CEREBRO ESCONDIDO EN UNA CAJA DE SIDRA

Cuando vio llegar a la muerte, la abrazó. A él, ese oscuro personaje no iba a engañarlo. La esperaba. Dos años antes había escrito una carta a la reina madre de Bélgica: “Es curioso, pero cuando nos vamos haciendo viejos vamos perdiendo la íntima identificación con el aquí y el ahora; nos sentimos trasladados al infinito, más o menos solitarios, sin esperanza ni miedo, como meros observadores”.

Ahora, Albert Einstein yacía en una cama del hospital de Princeton, en cuya Universidad había desgranado los últimos años de su talento. Lo había derrumbado un aneurisma de aorta abdominal, había sido operado en 1948, y se negó a volver al quirófano. “Quiero irme cuando quiero. Es de mal gusto prolongar artificialmente la vida. Hice mi parte. Es hora de irse. Y lo haré con elegancia”.

Quiso saber si su fin iba a ser doloroso. Él, que lo había avizorado todo, desde el pasado hasta el futuro del Universo, estaba desvalido frente a esa cruel enemiga. Sus hijos lo encontraron desfigurado por el dolor y por la palidez de la muerte inminente.

Le asustaba, o temía que no es lo mismo, el dolor físico. Y los médicos no supieron qué decirle. En todo lo demás, Einstein estaba tranquilo. Nueve meses antes había escrito: “Es muy frecuente que los hombres piensen con terror en la muerte. Es uno de los medios de que se sirve la naturaleza para conservar la vida de la especia. Desde un punto de vista racional, este terror no tiene justificación, pues quien haya muerto o no haya nacido todavía, no puede padecer ningún accidente. En pocas palabras, es un terror estúpido, pero inevitable.”

Murió el 18 de abril de 1955, hace hoy sesenta y ocho años, a los setenta y seis años y luego de dejar instrucciones precisas para el después: no quería funeral, ni tumba, ni monumento. Quiso ser cremado y que se mantuviera en secreto el destino de sus cenizas, para que ningún lugar del mundo pudiera convertirse en un relicario al que la gente “vaya a adorar mis huesos”. Conocía al ser humano y también temía esa dudosa cualidad que tiende a la adoración, a la idolatría facilonga, al éxtasis contemplativo. No estaba muy equivocado.

Pese a su deseo de ser cremado, y lo fue, su cerebro se mantuvo intacto. Se apropió de él Thomas Harvey, el patólogo encargado de la autopsia: lo extrajo, se lo guardó sin que la familia Einstein, ni nadie, lo supiese, lo metió en un recipiente plástico con formol, lo cortó en láminas, lo fotografió hasta el cansancio en busca de la cualidad que había hecho a su dueño un amo del universo y disfrazó todo de un acto en favor de la ciencia. Por fin se iba a saber qué tenía Einstein en la cabeza.

La de Harvey era una curiosidad natural, si se quiere y para hablar un poco en su imposible defensa. A Einstein no le dieron el Nobel de Física por su teoría de la relatividad porque el científico que tenía que juzgarla no la entendió. Y el jurado del Nobel, que tampoco debe haber entendido mucho, temió que esa teoría fuese errada. En líneas muy generales, Einstein dedujo un Universo en el que tiempo, espacio, masa, energía y luz eran casi una sola cosa. Pero mientras los primeros cuatro elementos eran elásticos, por así decirlo, mutables y hasta impredecibles, lo único constante era la velocidad de la luz. De allí su famosa fórmula expresada en un garabato simple y preciso:

E=MC2

La energía de un cuerpo en reposo, E, es igual a su masa, M, multiplicada por la velocidad de la luz, C, al cuadrado. Einstein incorporó sus teorías físicas al estudio del origen y evolución del Universo, sobre la producción, transformación y velocidad de la luz, y sobre los misterios más inquietantes del cosmos: cómo es que mueren las estrellas, qué son y qué sucede con los agujeros negros. Varias de sus teorías recién pudieron ser probadas ya entrados los años 80 del siglo pasado, cuando los adelantos técnicos permitieron, por ejemplo, lanzar el telescopio espacial Hubble, capaz de medir lo que el genio había medido en su cabeza, o con las últimas fotografías de los agujeros negros captadas en 2019.

Despedido de Princeton, Harvey fue contratado por la Universidad de Pennsylvania y allá fue, con el cerebro de Einstein bajo el brazo. Lo de bajo el brazo es figurado: se lo llevó diseccionado en 240 láminas finísimas, capaces de ser analizadas en el microscopio y conservadas en celoidina, una variante elástica y resistente de la celulosa. Después hizo doce juegos de doscientas diapositivas cada uno con muestras del tejido cerebral de Einstein y las envió a los más prestigiosos investigadores de la época. Harvey dividió el resto del cerebro en dos partes y las metió en dos recipientes con alcohol, formol o lo que sea que conserva el cerebro de los genios, se llevó todo a su casa y lo escondió en el sótano. Algunos investigadores arriesgaron luego que los recipientes eran dos “tupperware”, que habían salido al mercado con gran éxito en 1947, que había metido en una caja que había sido alguna vez de botellas de sidra, y que había ocultado todo bajo un enfriador de cervezas.

Einstein tenía un gran sentido del humor, era un humor fino, irónico, corrosivo; quién sabe cómo hubiese reaccionado ante el destino de su preciado cerebro, a resguardo del polvo eterno bajo un enfriador de cervezas.

FUENTE: «INFOBAE».